jueves, 29 de octubre de 2015

Los barbudos de Müller


Hay obras de arte que golpean tras el primer vistazo. Se arquean entonces las cejas y un cosquilleo sube por el torso mientras te acercas a ellas. La sensación no es, desgraciadamente, frecuente, y la experimenté hace un par de semanas, en la segunda planta de la exposición sobre Tristan Tzara que ahora se encuentra en el MAMCS en Estrasburgo. Me topé de bruces con tres bustos primitivos, tallados en piedra, ya casi al final de la exposición. Con la mirada vacía y apacible, fija en algún punto, me sugerían antiguos dioses, de un periodo anterior a que las guerras se inventasen. “Barbus Müller”, anoté entonces en el móvil, sin encontrar el autor ni ningún panel explicativo.
Cuando luego investigué en Internet, y tras percatarme que el título no correspondía más que a “barbudos de Müller”, me di cuenta de que era difícil encontrar algo sobre ellos, casi imposible en castellano. Se trata de una serie de estatuas cuyo origen se desconoce, esculpidas en granito o piedra volcánica. Su nombre proviene del coleccionista Josef Müller, que las descubrió en un anticuario en 1940, y del hecho de que varias de ellas portan una barba muy característica.
Aunque tienen una apariencia arcaica que recuerda al arte mesoamericano o a las esculturas de la Isla  de Pascua, se piensa que fueron elaboradas recientemente. Además, se cree que son de origen francés, por las características de la piedra utilizada en su elaboración. Fueron coleccionadas por Henri-Pierre Roché, Charles Ratton, el escultor Saint-Paul o Jean Dubuffet, que los hizo protagonistas en 1947 del primer número de su revista l’Art Brut, imposible de encontrar en formato digital pero que puede comprarse en Iberlibro por unos 700€ de nada.
 
Y nada más. No hay más información. Si fuesen obra de algún autor reciente, como todo parece apuntar, cabe preguntarse si éste ha querido mantenerse oculto a propósito. Puede que  algún artista quisiese llevar el concepto de Art Brut al extremo, y no sólo representar la naturaleza atávica y naíf que aún podía encontrar en los pacientes de hospitales psiquiátricos, sino también conferir a la obra el anonimato forzoso de cualquier obra primitiva. Tanto podrían ser obra de algún aficionado como la broma de algún artista, quizás incluso del propio Dubuffet. 
Pero, ¿en realidad importa eso? La mirada pacífica y como fuera del tiempo, su presencia sólida y totémica, siguen estando ahí, en cada una de las estatuas, independientemente de su autor y de su tiempo. El misterio no las hace sino más interesantes, y nos permite aproximarnos a ellas como lo que son, sin prejuicios fruto del contexto en el que fueron creadas.
Por cierto, estaría muy bien que Gallimard reeditase los números de l’Art Brut de Dubuffet, al menos el primero, del que ya se presentó una reedición en 1979 en Ginebra. Seguro que son un documento esencial para comprender el movimiento. Y me come la curiosidad por no poder encontrarlos.



1 comentario:

Adrián Hinojosa dijo...

Pues a ahorrar ;). Buen artículo!