En la Historia de la Astronomía, la revelación copernicana avivó en cierto modo el interés de las grandes mentes de la época por los avatares celestes. El primero en recoger este testigo fue Tycho Brahe, cuyo estatus social le permitió disponer de los mejores instrumentos de la época.
Dejado atrás el oscurantismo de la Edad Media, las universidades de toda Europa bullían de jóvenes entusiasmados con el método científico. Los estudiantes se planteaban la validez de las explicaciones existentes sobre el mundo, y se hacían preguntas fuera de lo ya establecido, intentando, si no llegar más allá, sí comprender esos modelos heredados de sus ancestros.
En este contexto, un noble danés, en contra de las exigencias de su alta cuna, comenzó a interesarse por el cielo y la ciencia en general. Su nombre era Tycho Brahe, y con sólo 16 años se propuso mejorar la precisión de las medidas astronómicas. Se le concedió el permiso de construir un observatorio-palacio en la isla de Hven, Uraniborg, que incluía todas las comodidades que un noble de su alcurnia podía necesitar. Después de todo el trabajo, se dio cuenta de que no era un buen sitio para hacer observaciones, ya que los instrumentos se veían afectados por los vientos del Mar del Norte. Por ello pasó a construir otro observatorio, Stejerneborg, esta vez subterráneo, desde el cual sus colaboradores midieron las posiciones de los planetas con gran dedicación. Además, elaboraron un completo catálogo de estrellas con su brillo y posición, pero Tycho perdió el interés cuando acabaron con la franja zodiacal. A pesar de su contacto con el copernicanismo, Brahe continuaba defendiendo la teoría geocéntrica, pero con una versión propia distinta de la ptolemaica: la Luna y el Sol orbitaban la Tierra, mientras que los demás planetas giraban alrededor del astro rey.
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